“Sólo queda mi epidermis, restos de un tiempo pasado, desconectado de la carne”
Todo pasó muy rápido. Apenas levantada, deambulo por la casa atemorizada, medio desnuda. Incapaz de vestirme, ni siquiera de cubrirme un poco. Estoy mortificada. Todavía ayer podía ocuparme de mí misma yo sola. Dedicarme a mis rituales matinales femeninos. Claro, un poco menos cada día, es cierto, pero aun así…
Quizá también fingía no advertir todas las debilidades de mi cuerpo rebelde. O, mejor dicho, obstinado y, al negarlo, yo desplegaba mis últimas fuerzas. Pero esta mañana Charcot [la enfermedad de Charcot, el ELA o Esclerosis Lateral Amiotrófica] está intratable. Me roba el cuerpo, le prohíbe hablar conmigo, que me escuche.
Sus brazos, que ya no son los míos, permanecen sordos y pesados. Sus manos, estáticas. Estos síntomas de discordia se añaden a tantos otros que pierdo la cuenta. Este traidor adelgaza a pesar de que lo alimento bien. Sus miembros inertes pesan una tonelada y atormentan a mis hombros y a mi espalda. Mi cuerpo me ha abandonado para siempre. Se desconecta completamente, se vuelve incluso hostil.
Aparentemente estoy impecable: la cabeza alta, el busto erguido, los brazos en reposo y una ropa bonita dan el pego. Al estar tan inmóvil, mi cuerpo, este embustero, no deja que nada se note. Tiene aún buen aspecto, casi altivo. Nadie podría creer su proyecto de destrucción, su intención de hacerme desaparecer.
Es demasiado, no soporto más su reflejo y ese buen aspecto tan mentiroso. El cara a cara es insoportable. De golpe, le doy la espalda y, con el pie que aún me responde, cierro la puerta. A él, que se ha vuelto mi peor enemigo, a pesar de que nos quisimos tanto, de que fuimos tan cómplices. Es él quien me asesina. Este cuerpo caníbal que se divorcia de mí. Llegué hasta el final de mis fuerzas por él.
Era un todo, con mi alma y mi cuerpo. Sin ser uno más sagrado o más sumiso al otro. Mi intimidad y mi identidad anidan en él. No existe una moral específica en el cuerpo. En él nace mi vitalidad. Me encantaba cuando se emancipaba en el amor. Hoy permanece mudo frente al deseo. Ya no quiero este triángulo: él y Charcot contra mí. Mi cuerpo se ha vendido, es un agente de la ELA.
Me encantaba doblar los brazos, las piernas… Revolcarme entre las olas. Calentarme al sol. Darle el pecho a mi hija. Dormirme con la ventana abierta para sentir el frescor de la noche sobre la piel. Aspirar el aire cálido. El olor del huerto y de las manzanas caídas. El de la hierba cortada. Hasta que mi cuerpo acabe saturado de estas sensaciones. Vibrar con una sonata de Bach o el cuadro de Caillebotte ‘Los acuchilladores de parqué’. Hasta tener la carne de gallina. Nadar, bailar, hacer el amor sin impedimentos, lavarme el cuerpo, el cabello, frotarme la piel. Ponerme a cuatro patas. Estirar la espalda para meditar.
Mi cuerpo cooperaba incluso para protegerme de su trivialidad. Y cuando comencé a escribir y a publicar, hablé de este cuerpo olvidado hoy. Lo liberé. Hice tanto por él. Sólo queda mi epidermis, restos de un tiempo pasado, desconectado de la carne. (…)
La neuróloga me atiende después de algunos meses. Su voz es dulce, almibarada, casi flácida. A ella me ha derivado mi médico de cabecera, que está muy preocupado por la evolución de los síntomas -pérdida de fuerza, de musculatura-, por mi aumento de la fatiga y mi adelgazamiento, por mis dificultades para mover los brazos, así como por mi incomprensible falta de capacidad para montar en bicicleta.
Después de que me haya interrogado y examinado durante mucho rato, ya no la pierdo de vista. Se vuelve a sentar en su escritorio y escucho cómo me describe con calma y habilidad lo que padezco: el daño sufrido en las células nerviosas, la atrofia de los músculos que ya no controlo.
La neuróloga escribe: «Degeneración de las células del asta anterior». Ya lo he leído en la descripción de la exploración de la médula espinal a la que me mandó someterme hace un mes y de la que me informó entonces. Le deja al servicio neurológico del hospital la carga de ponerle nombre a la terrible enfermedad. Lo que no se dice no existe. En mi cabeza, todo colisiona. No quiero saber, no quiero saber más. Me quedaré tranquila y no preguntaré más. Pero me las doy de lista para castigarla un poco: «Ah, bien, sabía que no era la enfermedad de Charcot».
No pestañea. Y de la intuición paso a la certeza. Después, rápidamente, mientras la neuróloga redacta sus cartas, este asta anterior hace su trabajo. Un asta, aunque sea anterior, cornea. Es la extraña distorsión del sentido de las cosas.
Las emociones fluyen, me sumergen para disiparse enseguida, inconsistentes. Ya no sé lo que siento. Casi nada, todo nace y muere al mismo tiempo. Tengo acúfenos, como el clamor en una corrida.
Estoy en el ruedo, inmóvil, como un toro destinado a la muerte. Ella levanta la cabeza, la miro y finjo no comprender demasiado lo que sucede. Una especie de amabilidad entre la neuróloga y yo. La impotencia de los médicos me conmueve.Lo siento tanto por ellos.
Por mí, aún no lo sé. Estoy grogui, detenida en pleno impulso. Se acabó.Mostrando una pálida sonrisa, le tiendo la mano. La suya está tan relajada como su voz; quizá sea la abdicación frente a lo incurable.
Salgo de ese lugar donde mi vida ha dado un vuelco como si dejara una sala de espera para ir a tomar un tren con destino a quién sabe dónde. Tengo que regresar a Saintes. No lloro, conduzco a lo largo de la costa. Ojalá se hubieran compadecido poniendo un velo de bruma. Su inalterable perfección hunde el cuchillo en mi herida.
Me quedo mirando al vacío. Fijo la mirada en el asfalto y, a fuerza de escrutar la nada, surge del alquitrán negro una noche estrellada, millares de estrellas que se debilitan y se apagan unas tras otras. Floto, lanzada a esta bóveda celeste. Los latidos de mi corazón resuenan en mi pecho con gran brutalidad, pero no derramo ni una lágrima.
¿Cómo decirle a mi hija que ella me va a perder después de que mi cuerpo me haya encerrado?
Al retomar la ruta, me vuelve a la memoria la fascinante escultura de Alain Dony, ‘Les Lapidiales’, en Port d’Envaux. Recuerdo al hombre aprisionado en la piedra intentando escapar. Sólo el rostro, comprimido, deformado, y una mano agarrada a la roca son visibles. El cuerpo está ausente, desaparecido en el muro de la cantera.
Invierto el título de la obra: ‘Del azul al abismo’, ese del que yo no regresaré. El ELA me esculpe en esta roca hasta morir… En casa, aguantando la respiración, verifico de forma mecánica los sinónimos, una costumbre de siempre. Quiero saber exactamente lo que está pasando, la vana esperanza del malentendido surgido… «Degeneración de las células del asta anterior», «enfermedad de Charcot».
El Vidal lo confirma. El Rilutek prescrito es el tratamiento de la esclerosis lateral amiotrófica, también llamada «ELA» o «enfermedad de Charcot»…. Al domingo siguiente, antes de ir al mercado, le digo a Rémy: «Sabes…, lo sabes…, que yo no voy a salir adelante con esto». «Sí, lo sé». Y entierra la nariz en mi cuello para ocultar los ojos. (…)
Mi cerebro parece hecho de encaje, tiene pequeños agujeros por todas partes. Soy capaz de concentrarme plenamente cuando es necesario que afirme y defienda mi elección de adelantar la muerte y, sin embargo, me derriba una dispersión del espíritu cuando desciendo de mi caballo de batalla y me dejo ir…
No me he podido permitir el lujo de atiborrarme de vida. Mis incapacidades y mi dependencia me comen. Mi cuerpo me devora. Yo no puedo vivir sin deseos. Este silencio bienvenido los adormece, los anestesia, hasta hacerlos desaparecer. Así que bajo los brazos, tanto en sentido literal como figurado, mi dolor existencial es indescriptible. (…)
Es una cena imprevista, en la terraza del Globe, en Saint-Palais, frente a la playa… Una banda de jóvenes músicos enciende la explanada, con los saxos levantados hacia el sol. Cuando emprenden una java, me fluyen las lágrimas sin que pueda detenerlas y sin que sepa la causa. No estoy triste, simplemente lloro. Estoy aquí, mañana ya no estaré, pero seguirán existiendo la java y sus rizos, sus manos en el trasero y sus cinturas flexibles. Suelto amarras. Ya no busco decir lo inefable, ni el consuelo imposible para mí, ni para los demás. No hablamos en serio cuando vamos a morir.
Fuente: El Mundo